Miró por encima de su hombro y
vio el torbellino de nubes, la visión la sobrecogió.
Se ató los cordones de las
zapatillas para no perderlas y empezó a correr.
Unos pocos kilómetros la
separaban de su rancho, enclavado a orillas del río; el camino escarpado hacía
más difícil el trayecto. Cuando tropezó con las raíces de un árbol añoso, pensó
que no podría volver a ponerse de pie, pero el estruendo que provocó la caída
de un rayo, la obligó a erguirse y reiniciar la loca carrera.
A lo lejos, detrás de la densa
cortina de agua, visualizó su vivienda.
Llegó jadeando y con el agua a
sus tobillos. Entró, se trepó a la banqueta desvencijada, buscó con nerviosismo
entre los libros, los manuscritos que había logrado reunir tras pacientes años
de escritura. Al lado, en un pequeño cofre, guardaba los ahorros conjugados con
la paga de su oficio de lavandera y el ruido de sus tripas cuando les
mezquinaba comida.
Los tomó a ambos y cuando
trataba de resguardarlos, el torrente tiró abajo la puerta, inundó la casucha y
la lanzó al agua.
Se dejó arrastrar y sólo atinó a
levantar los brazos para salvar sus tesoros.
Dos horas después, los
rescatistas la encontraron enganchada en el tronco de un viejo algarrobo caído
al barranco.
Uno de ellos se acercó, tomó
entre sus manos el montoncito de hojas y el cofrecito. Su compañero quiso
colocarle el arnés para izarla y en el momento que le ajustaba el cinturón, la
sintió expirar. La miró con zozobra y le sorprendió ver la sonrisa en su
rostro. Había triunfado, su obra estaba a salvo.