martes, 24 de abril de 2018

Al son de los violines

No sabía dónde ir, dónde encontrar consuelo. Cargaba sobre mis espaldas el peso del mayor desencanto de mi vida y necesitaba huir para borrar su imagen, olvidar sus besos, sus caricias, la forma en que hacíamos el amor.
Empecé a recorrer las calles nevadas y el intenso frío me llevó a protegerme en un cine. Entré sin mirar el título de la película que proyectarían.
Se apagaron las luces, se encendió la pantalla y ahí, frente a mis ojos refulgió el título: “Las brujas de Eastwick”.
Inmediatamente quedé paralizada, fue la primer película que vimos juntos diez años atrás.
Recuerdo, a la salida del cine, fuimos a su casa, cenamos a la luz de las velas, después me condujo al dormitorio, encendió el tocadiscos, puso la banda de sonido del film y me empezó a desvestir. Sus labios fueron el arco y mi cuerpo el violín. Con el crescendo de la música llegamos al éxtasis; a partir de ese día esa melodía siempre acompañó nuestra pasión y se convirtió en un himno de placer y lujuria.
Sí, se me eriza la piel y una corriente eléctrica recorre mi columna cuando lo rememoro.
Me quise concentrar en la cinta pero empecé a temblar, a vivir la película de mi vida.
¿Quién condujo mis pasos a esa sala? ¿Por qué daban justo ese film?
No pude continuar viéndola, me levanté sin hacer ruido y en puntillas me apresuré a la salida y la música corrió a mi lado y se mezcló con los gritos de los actores y la música, esa música...
Noté que la llevaba incorporada dentro de mí, que mi mente la tarareaba. Sentí la necesidad de escucharla muchas veces, de introducirme en ella, de vibrar al son. Caminaba sin rumbo cuando a lo lejos, sobre la mano de enfrente divisé un cartel que anunciaba la presencia de una disquería, “Vértice musical”; la misma acrecentaba años de trayectoria. Era un viejo escaparate donde se podían conseguir temas de colección, discos antiguos y piezas únicas.
Crucé la calle sorteando los vehículos y cuando iba a ingresar, un gato negro se me cruzó entre las piernas, me clavó sus verdes ojos y lanzó un maullido. Para mí no fue un mal augurio, todo lo contrario. “Todo tiene que ver con todo”, —me dije—; las brujas, la música, el gato, recreaban sin querer el laberinto oscuro al que me había lanzado la ruptura, el engaño, la comprobación del desamor.
Un viejecillo con anteojos de marco de plata se acercó, me sonrió y me preguntó qué buscaba. Cuando le mencioné la banda sonora, me miró con curiosidad y en cierta manera hasta esbozó un gesto de perplejidad.
—Nunca se dio, —me dijo— que en un mismo día, dos veces pasara por mis manos el mismo disco.
Cuando le manifesté que no entendía, me contó que a la mañana temprano había entrado un hombre joven, aparentemente entrado en copas y que le había vendido ese long play, pues, aducía le traía malos recuerdos.
Ahora era yo quien lo tenía en mis manos para revivir la vieja pasión. Reconocí la carátula en cuanto la vi, es más, en un ángulo conservaba el corazón que yo había dibujado con el nombre de ambos.
Salí de la disquería con el convencimiento de que no existían las casualidades.
Ingresé a mi departamento ya con el anochecer encima pero no encendí las luces, no haría falta, me acerqué al centro musical, puse el disco con el volumen al máximo y me acosté a escuchar los violines, mi cuerpo empezó a temblar.

Publicado en El Narratorio N° 26


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