Empecé a recorrer las calles nevadas y el intenso frÃo me llevó a protegerme en un cine. Entré sin mirar el tÃtulo de la pelÃcula que proyectarÃan.
Se apagaron las luces, se encendió la pantalla y ahÃ, frente a mis ojos refulgió el tÃtulo: “Las brujas de Eastwick”.
Inmediatamente quedé paralizada, fue la primer pelÃcula que vimos juntos diez años atrás.
Recuerdo, a la salida del cine, fuimos a su casa, cenamos a la luz de las velas, después me condujo al dormitorio, encendió el tocadiscos, puso la banda de sonido del film y me empezó a desvestir. Sus labios fueron el arco y mi cuerpo el violÃn. Con el crescendo de la música llegamos al éxtasis; a partir de ese dÃa esa melodÃa siempre acompañó nuestra pasión y se convirtió en un himno de placer y lujuria.
SÃ, se me eriza la piel y una corriente eléctrica recorre mi columna cuando lo rememoro.
Me quise concentrar en la cinta pero empecé a temblar, a vivir la pelÃcula de mi vida.
¿Quién condujo mis pasos a esa sala? ¿Por qué daban justo ese film?
No pude continuar viéndola, me levanté sin hacer ruido y en puntillas me apresuré a la salida y la música corrió a mi lado y se mezcló con los gritos de los actores y la música, esa música...
Noté que la llevaba incorporada dentro de mÃ, que mi mente la tarareaba. Sentà la necesidad de escucharla muchas veces, de introducirme en ella, de vibrar al son. Caminaba sin rumbo cuando a lo lejos, sobre la mano de enfrente divisé un cartel que anunciaba la presencia de una disquerÃa, “Vértice musical”; la misma acrecentaba años de trayectoria. Era un viejo escaparate donde se podÃan conseguir temas de colección, discos antiguos y piezas únicas.
Crucé la calle sorteando los vehÃculos y cuando iba a ingresar, un gato negro se me cruzó entre las piernas, me clavó sus verdes ojos y lanzó un maullido. Para mà no fue un mal augurio, todo lo contrario. “Todo tiene que ver con todo”, —me dije—; las brujas, la música, el gato, recreaban sin querer el laberinto oscuro al que me habÃa lanzado la ruptura, el engaño, la comprobación del desamor.
Un viejecillo con anteojos de marco de plata se acercó, me sonrió y me preguntó qué buscaba. Cuando le mencioné la banda sonora, me miró con curiosidad y en cierta manera hasta esbozó un gesto de perplejidad.
—Nunca se dio, —me dijo— que en un mismo dÃa, dos veces pasara por mis manos el mismo disco.
Cuando le manifesté que no entendÃa, me contó que a la mañana temprano habÃa entrado un hombre joven, aparentemente entrado en copas y que le habÃa vendido ese long play, pues, aducÃa le traÃa malos recuerdos.
Ahora era yo quien lo tenÃa en mis manos para revivir la vieja pasión. Reconocà la carátula en cuanto la vi, es más, en un ángulo conservaba el corazón que yo habÃa dibujado con el nombre de ambos.
Salà de la disquerÃa con el convencimiento de que no existÃan las casualidades.
Ingresé a mi departamento ya con el anochecer encima pero no encendà las luces, no harÃa falta, me acerqué al centro musical, puse el disco con el volumen al máximo y me acosté a escuchar los violines, mi cuerpo empezó a temblar.
Publicado en El Narratorio N° 26
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